El Síndrome de la Sopa Caliente Parte 2 de 2

Continuación del artículo: El Síndrome de la Sopa Caliente.

Dentro de la división de trabajo se ha observado una reducción en las distancias que especificaban labores correspondientes a cada género. Para más precisión, han sido las mujeres quienes cada vez más desempeñan trabajos que antes se veían exclusivos para varones: conducen vehículos de transporte, se desempeñan en la construcción de inmuebles, se les ve en la seguridad pública, en cargos de gobierno, dirigiendo empresas, aunque el número es aún menor. En cambio, los hombres poco han transitado a terrenos antes “propios” de las mujeres: enfermeros, cocineros, profesores de los más pequeños y, hasta ahí llega tal incursión.

Se revela que todavía ser femenino es una condición de minusvalía para las sociedades. Adjudicar características que supuestamente pertenecen a las mujeres se sigue empleando como recurso de invalidación ajena. “El afeminamiento de las áreas masculinas” persiste en el imaginario social como reducción del valor humano, pese a los innegables cambios. Los hombres que atienden el hogar suelen realizarlo con matices de rubor y eventualmente admiración, lo que no quita la imagen de anomalía para amplios sectores de la población.

Las imágenes como modelos de vida ofrecidas al género femenino y masculino parecen penosamente limitarse a la ramplona disyuntiva de quién atiende el hogar y quién sale a conseguir medios de subsistencia en claro contraste con los tiempos de complejidad y dinamismo que prevalecen. ¿Qué beneficios hay en la insistencia de atender con suma importancia el cuidado de un hogar? Sin duda existe un mercado colosal en la difusión de la importancia del cuidado de los espacios habitacionales reflejado en tres grupos de productos: alimentos, limpieza y confortabilidad.

El hogar en sí recibe una promoción que hipotéticamente tiene distintas derivaciones: “un hogar limpio, con comida adecuada y en orden conlleva a preservar y desarrollar alta calidad de vida entre los miembros de una familia”. Lo que corresponde a un estereotipo mecánico de causa y efecto que omite la diversidad de factores.  Otras percepciones emiten un desprecio explícito a las responsabilidades de la casa, calificándolas de medios de opresión en donde se reproduce una escala subyugante para las mujeres. En esta maraña de modelos se puede oscilar entre admitir el papel de mujer de hogar con estoicismo y realizar los quehaceres domésticos con inconformidad. Depende de las interacciones que cada quien efectúe para el armado de referentes y su aspiración a modelos de vida definidos.

Si se tiene determinada trayectoria laboral, profesional o las dos, que se interrumpen para destinar toda energía posible a la atención hogareña, habrá que reprogramarse a través de procesos conscientes, asimilando la modificación que se lleva a cabo; no obstante no siempre es así. Estos cambios que son profundos en la vida de mujeres, principalmente, se ejecutan por encargos sociales en los que se asume que todo consiste en decidir, no en construir. Bajo los supuestos de que se hace lo mejor. La racionalidad elemental declara que se tiene lucidez para priorizar la importancia de los hijos y la pareja antes que sus deseos personales de vida. Con las adversidades del cuidado a los hijos se despliegan múltiples capacidades adquiridas y otras nuevas que los desafíos suscitan.

En el día a día se elaboran nuevos intereses en el hogar. Lo que antes apenas se percibía se va convirtiendo en un universo de datos. La sencillez de los acontecimientos deviene en trascendencia. La adultez se sumerge en un mundo que a ratos escapa en plenitud de la lógica. Se puede padecer la ausencia de adultos, depende de los recursos como para tener apoyo de personal doméstico y eventualmente oxigenarse con la comunicación de gente disfrutable más allá de la existencia infantilizada que se vive con los descendientes, de no ser así el mundo del hogar pasará a ser prácticamente el motivo de vida. Allí surgirán ideas y sentimientos que no siempre se conocerán. La relación con los pequeños llega a ser una caja negra con información reservada, incluso para mamá y papá. Se puede recurrir al consejo externo, pero en general no hay mucho tiempo. Los destellos de que las cosas no están saliendo como se les imaginaba son constantes; sin embargo, se acepta con resignación y promesa de que vendrán tiempos mejores. Desde luego que las reacciones serán acordes a la estructura y experiencias de quien intempestivamente se encuentra en un reducto espacial, el hogar y los hijos. Si precede un ritmo de desenvolvimiento profesional con notables logros es posible que el nuevo estado se convierta en un reto. Pero si los antecedentes se fundaban prioritariamente en expectativas más que en realizaciones, las respuestas no serán afortunadas, en tanto que la mentalización tiene un soporte mayor y bajo ejercicio de resolución de problemas.

Síntomas del Síndrome de la Sopa Caliente

El síndrome de la sopa caliente es una propuesta de identificación sobre algunas conductas de malestar que emanan de determinados esquemas en la crianza de los hijos y cuidado del hogar. Como todo síndrome se constituye de una variedad de síntomas:

  • Pérdida de sentido en el trabajo hogareño
  • Inconformidad en las relaciones familiares
  • Resentimiento con algunos o varios miembros de la familia
  • Sentimientos de minusvalía para afrontar nuevas tareas
  • Bajas expectativas
  • Rasgos depresivos
  • Reducción de la capacidad socializadora

El síntoma es una expresión de dificultades o alteraciones en el organismo, por sí solo no es el padecimiento ni el trastorno. La observación se hace desde el plano societal que lleva a cabo seguimientos de tipo etnográfico que dan cuenta de manifestaciones cotidianas, en donde se van presentando los rasgos que aquí se aluden. El síndrome comienza por un proceso de poca visibilidad, localizado en la renuncia a los impulsos persecutorios de un proyecto de vida y la aparente adecuación apoyada en estados volitivos. Su gestación es la opacidad de los actos que reducen la individualidad de la madre o el padre.

Se muestra una fórmula de renuncia al proyecto individual y se engrandece el valor de las nuevas circunstancias, que a su vez conforma las expectativas depositadas en los hijos, lo que provoca sobredimensionar las vivencias. Si el niño pronuncia “perro” puede suscitar lágrimas de conmoción en el progenitor, al igual que el naufrago se conmueve al encontrar un objeto que no había visto en mucho tiempo, evidenciando  soledad.

La noción de síndrome que aquí se emplea no se circunscribe al medio clínico, lo que de cualquier manera significa una atención concreta; sino al entramado social de las relaciones humanas. Sí, hay una tarea tangible, particular, con quienes expresan el conjunto de síntomas antes descrito, consistente en el arribo a la conciencia de sus circunstancias, aunque ello apenas es un hito para dar inicio al seguimiento continuo de estos casos. Este síndrome se encuentra en la opacidad de máscaras de realización mediante el control del medio hogareño que se transforma en un mini reino.

El poder de los progenitores ejercido en la crianza ofrece sensaciones de logro. El territorio de dominio funciona de acuerdo a su voluntad absoluta, de ahí el enfado con la pareja que deja colgado el blazer en los picaportes de las puertas o los zapatos fuera de su lugar (Coria, 1991). El detalle es magnificado en importancia pues la maquinaria del orden se impone. La armonía sienta sus reales al no haber más interacciones con quienes negociar.

Transcurre gran parte del tiempo sin partes diferentes que hagan notar que existen diferentes formas de estar en el mundo, pese a la cada vez más común instancia de orientación que se presenta en los medios electrónicos masivos de información: médicos, pediatras, psicólogos, sexólogos, gente famosa y especialistas diversos muestran imágenes de búsqueda que no necesariamente impactan en la audiencia.

Es un principio elemental de la comunicación (Watzlawick, 1989) cuando las interacciones son escasas el sí mismo se convierte en destinatario de los mensajes, creando un pequeño mundo,  un otro yo ficticio (Laing, 1990). En las bajas interacciones de la vida hogareña el mundo que se crea son las expectativas familiares. La idealización de cómo habrá de ser el fruto de los sacrificios hogareños tiene pocos contrapesos, salvo en las diferencias de pareja acerca de los proyectos, si es que llegan a contar con un nivel de nitidez en la comunicación, dado que los supuestos son ingredientes permanentes en toda relación humana.

El nivel de organización que se tiene en la casa va contrastando con el crecimiento de los hijos. Cuando son menores una indicación de que terminen el alimento, que arreglen su habitación, que se cepillen los dientes, que efectúen las tareas escolares y, otros muchos mandatos, no tienen objeción relevante; PERO, cuando los críos aumentan de tamaño cognitivo, ellos sí tienen grandes interacciones fuera del hogar, tales mandatos comienzan a enfrentarse a múltiples resistencias. El mundo “plácido” de la progenitora o progenitor se ve amenazado por la presencia real y dinámica de las nuevas actitudes de los hijos.

Ante la insurrección de los hijos se manifiesta la factura del sacrificio: “todo lo que he dejado por ti”. Es difícil tolerar tanta “ingratitud”. Más aún cuando las energías requeridas para mantener el baño limpio, el piso pulido, las toallas impecables, la sopa caliente, y otros productos para que el sistema familiar conserve el grado de felicidad que supuestamente regula sus relaciones.

El punto no es la condena por dirigir enormes fuerzas al trabajo del hogar; sino la invitación a replantear cómo se concibe su papel, que desde luego abarca hasta el momento de la iniciativa para la reproducción, misma que puede tener componentes de soledad, insatisfacción, vacíos emocionales y carencias distintas, que la imagen de un hijo y un hogar prometen desvanecer o cubrir. La crítica por lo tanto es contra el paradigma de la crianza de los hijos en la individualidad. No es vano recuperar el proverbio africano que dice: Para educar a un hijo se necesita un pueblo. Los hijos y el hogar no pueden seguirse concibiendo como elementos de adquisición, no son autos, ni mascotas, plantas, viajes o cualquier otra cosa que suponga la obtención de un estatus alto por poseerles. La propuesta es ampliar el tamaño de las interacciones propias, compartirlas en la crianza; pulverizar el esquema de que los hijos son el producto de la responsabilidad y esfuerzo de los progenitores como elemento de orgullo, pues muchos hijos son maravillosos, pese a sus progenitores. Si quieren gloria, pueden subir al Everest sin calcetines, no  buscarla en el futuro de los descendientes; la tarea es construir futuros personales en los que los hijos no sean la materia prima. Es indiscutible la importancia de las figuras maternas y paternas, en los hijos, no se está sugiriendo su abandono, lo que sí se señala es la creación de interacciones constructivas en ellos, sobre la base de la influencia significativa en que los niños tienen entre sí (Rich, 1999).

 

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Artículo creado por: Mtro. Andrés Gómez Espinosa

Referencias bibliográficas

Burín, M. y Meler, I. (1998). Género y familia: poder, amor y sexualidad en la construcción de la sexualidad. Buenos Aires: Paidós.

Castañeda, Marina (2007). El machismo invisible regresa. México: Taurus

Catalá, M. (1983). Reflexiones desde un cuerpo de mujer. Madrid: Anagrama.

Coria, Clara (1991). El dinero en la pareja. México: Paidós.

Díaz-Loving, Rolando y Rocha Sánchez, Tania Esmeralda (2011). Identidades de género. Más allá de cuerpos y mitos. México: Trillas.

Hernando, G. A. (2003). ¿Desean las mujeres el poder? Cinco reflexiones en torno a un deseo conflictivo. Madrid: Minerva.

Laing, Ronald D. (1990). El Yo dividido. México: Fondo de Cultura Económica.

Rich Harris, Judith (1999). El mito de la educación. Por qué los padres pueden influir muy poco en sus hijos. México: Grijalbo.

Watzlawick, Paul et al.(1989). Teoría de la comunicación humana. Barcelona: Herder.

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